viernes, 9 de agosto de 2013

De pelos

Para unas vacaciones de verano mi pelo estaba más largo que de costumbre y mi gusto por la marihuana, el reggae y el ocio me habían convencido de someter mi pelo a las diestras manos del hermanastro de una amiga para hacerme dreadlocks. Él era rubio, delgado, cara lisa como de mujer, lampiño y muy blanco para ese ambiente altiplánico en el que me crie. Muy atractivo para quien creció con la imagen europea como referente de belleza. Además era el chico malo que trata a todo con indiferencia pero con una sonrisa que te hace olvidar dónde estás parado. Sonreía, también, con la mirada. A esa edad nadie sabía de mi homosexualidad, ni si quiera yo me había hecho consiente de ella y la llevaba sin percatarme ni cuestionarme nada. No pensaba en ella, sólo gozaba de mis fantasías en la ducha o en mis sueños. Golpeé y salió él descalzo, sin polera, con un plato de arroz con tomate en una mano y un tenedor en la otra, como enrostrándome lo insignificante que yo era para él -o eso pensé. Me hizo pasar y subimos al segundo piso. La familia, incluida mi amiga, había salido al hospital hace un momento, su hermano chico estaba afiebrado. Que me sentara ahí en esa banca al lado de su cama, que el bajaba por un palillo para enredar el pelo, que me pusiera cómodo y me sacara la polera y las zapatillas si quería que hacía calor. Mi cuerpo no era motivo de orgullo para mí, por lo que mientras más oculto permaneciera mejor. Subió corriendo las escaleras y su pantalón se deslizó hasta dejar asomar un par de pelos rubios casi al borde de su pene, descubrir que no llevaba ropa interior me dejó helado y provocó una excitación que traté de ocultar arreglando mi pantalón. No se dio cuenta y siguió hasta mi lado, puso música, se sentó a orillas de su cama, encendió un caño, fumó y me lo pasó. Me agarró el pelo y mientras me hablaba de cosas que me hacían reír y que ya no recuerdo fue formando uno a uno los dreadlocks en mi cabeza. Cuando acabó con el lado izquierdo se puso de pie y comenzó a enredar el pelo al borde de mi oreja derecha, ahí note algo, un bulto que cada cierto rato rosaba con mi hombro. Claramente era su pene, pero no estaba excitado, se sentía más bien como si ya lo hubiese estado, mientras estaba en la cama. Él seguía conversando, yo no lo escuchaba, sólo tenía la cabeza agachada sintiendo como, mientras él me rosaba, algo en mi pantalón crecía. Lo miraba de reojo y luego a su entrepierna. De pronto se puso frente a mí para terminar con un par de drad sobre mi frente, mis ojos a la altura del borde del pantalón.
Notaba su piel pálida y esos pelitos rubios que desaparecían dentro del pantalón verde petróleo, y mientras bajaba la mirada por su cremallera comenzaba a notarse algo liso, redondo y con ese inconfundible pliegue. Yo tampoco dejaba nada a la imaginación, un bulto crecía desde el centro del pantalón y continuaba pegado a la pierna derecha. Se escuchó la puerta de la entrada, él rápidamente se metió la mano en el pantalón para acomodarse el pene que alcancé ver, largo, flaco y lampiño, salvo esos pelos rubios casi transparente que crecían en la base. Cuando reaccioné ya mi amiga estaba saludándome y felicitando a su hermano por tan buen trabajo.

Gustos compartidos

De chico nunca me sentí del gusto de alguien, no fui de ese grupo popular al que todos querían imitar, no era el mejor para fútbol, ni si quiera practicaba algún deporte, no tocaba instrumentos musicales ni menos era el chico más bonito de la clase.
Quería ser el skater, o el que tocaba batería o el que se quedaba después de clases para practicar algo de basquetbol. Pero esas cosas no me gustaban, me aburrían. Las quería para sentirme aceptado, pero el problema radicaba en que yo no me aceptaba como era.
Cuando dejé de buscar ser quien no era y me mostré tal como soy, me topé con gente para la cual yo era de su gusto. Fue hermoso aprender a quererse. Cuando dejé de ser la copia barata y me presenté como el original, las manos se peleaban por tenerme.